ZEPPELIN ROCK: Crítica de "Lo que el viento se llevó" (Victor Fleming, 1939): Review

martes, 16 de octubre de 2018

Crítica de "Lo que el viento se llevó" (Victor Fleming, 1939): Review


por Möbius el Crononauta



Gone With The Wind (Lo que el viento se llevó) fue la película más grande jamás filmada hasta la fecha.

Situémonos: 10 de diciembre de 1938. En el plató reina la expectación. Tras una pausa para cenar, técnicos, actores, dobles, e invitados esperan la llegada del hombre que está a punto de llevar adelante lo imposible. Aquel hombre irreductible era David O. Selznick, destinado a convertirse en el productor independiente más grande de su tiempo. El pequeño judío había entrado en la industria gracias a los contactos de su padre, un distribuidor de los tiempos del mudo. Comenzó en la MGM, y en un rápido ascenso pasó por la Paramount para llegar a ser jefe de producción de la RKO. Allí se hizo un nombre con varios éxitos, y en 1933 regresaba a la MGM (para entonces se había convertido en yerno del todopoderoso Louis B. Mayer) como segunda figura tras el cada vez más débil Irving Thalberg. Sin embargo Selznick no estaba dispuesto a ser simplemente el sustituto del gran Thalberg (cosa por la que habrían matado muchos de los grandes productores de Hollywood). Tras otorgar otra cantidad de buenos éxitos a la compañía de su suegro, Selznick se arriesgó a ir por libre. Nacía así en 1935 la Selznick International Pictures. Aquel frío día de diciembre de 1938 todos esperaban al gran hombre. Iba a rodarse la primera escena de Lo que el viento se llevó, un film en el que Selznick se lo estaba jugando todo.



Aunque oficialmente el rodaje iba a comenzar en enero, el pistoletazo de salida iba a tener lugar con una de las escenas más espectaculares del film: el incendio de Atlanta. En realidad se trataba del incendio de varios edificios y almacenes de munición que los sureños destruían para que los pudieran utilizar las tropas del temido general Sherman. Había sido idea del director artístico, Lyle Wheeler, el aprovechar los viejos decorados exteriores que se apretujaban en el terreno de 40 Acres, un terreno propiedad de la RKO. Convenientemente remozados para la ocasión, los majestuosos restos de films como el templo de Rey de Reyes o la puerta y muro gigantescos de King Kong servirían como los silos que iban a ser pasto de las llamas en la película. Así se ganaba tiempo y espectacularidad: el terreno se limpiaba para los majestuosos decorados sureños del film, y con ello se crearía un incendio sin igual. Cuando llegó Selznick en su limusina, la expectación era enorme. El productor esperó hasta que llegara su hermano Myron. Entonces dio la orden. El jefe de producción Ray Klune dio la luz verde a William Cameron Menzies, a cargo del diseño y decorados. El jefe de diseño le dio la señal convenida a Lee Zavitz, el hombre que había ideado el sistema de tuberías doble para controlar el inmenso fuego. Los decorados comenzaron a arder, y las siete gigantescas cámaras de Technicolor (todas las que había disponibles en Hollywood) comenzaron a rodar. Lo que el viento se llevó había empezado a andar.

Por supuesto, todo esto tuvo un principio en un libro, y todo lo que rodea a su adaptación al cine es tan enorme y grandilocuente como el propio film. Se podrían hacer muchos posts e incluso todo un blog con todo lo relacionado con la película. Yo dedicaré dos: en uno daré cuenta de mis impresiones, algo más personal. En éste simplemente relataré la historia del rodaje del que probablemente sea el film épico por excelencia. Va a ser un post muy largo, y serán pocos los que lleguen al final. Así que si están dispuestos, pónganse cómodos y traten de no cansar mucho la vista. Y si quieren más, tienen a mano libros, documentales... yo de momento citaré a Gregorio Belinchón y Juan Tejero. Allá vamos.

Dice la leyenda que todo comenzó con un tobillo dislocado empeorado por la artritis. La periodista de Atlanta Margaret Mitchell debía guardar cama y reposo, y por tanto decidió entretenerse escribiendo una historia sobre el viejo Sur y su querida Atlanta. Mitchell comenzó la historia por el final, y a partir de ahí fue desarrollando la historia. La novela iba creciendo, pasaban los años. En 1930 su artritis mejoró y la novela quedó en segundo plano. Hasta entonces la periodista sólo había dejado leer el manuscrito a su segundo marido. En 1934 un accidente de coche la enviaba de nuevo a la cama. Pero para entonces el manuscrito languidecía en un cajón, repartido en varios sobres manila. Pero una amiga común de Mitchell y el editor de Macmillan, Harold Latham, les puso en contacto. Latham buscaba nuevos talentos, y fue a visitar a la periodista. Margaret en principio se negó, pero tras la insistencia de su marido, dejó que el editor echara un vistazo a su novela. Latham se olió un éxito, y se ofreció a publicar la novela. El nombre del personaje principal, Pansy, debía ser cambiado. Se debían mejorar cosas aquí y allá, y darle un título a la novela. Entonces sería publicable. La escritora hizo los cambios y tituló a su libro Gone With The Wind. Era un libro inmenso. Llegaría a las tiendas con un precio por encima del habitual. Sería un libro caro para el común de los mortales. Pero en Macmillan se esperaban buenas ventas. Lo que nadie esperaba era la locura que iba a desatarse. El drama sureño de la Mitchell rompió récords, conmovió almas, se transformó en la sensación de aquel año, 1936. Y en 1937 el libro seguía vendiéndose. Todo el mundo se lo recomendaba. Y, en especial, la historia de Escarlata O'Hara volvía locas a las mujeres. De repente Margaret Mitchell se convirtió en un mito viviente, y la editorial se llenó los bolsillos. La escritora nunca volvería a publicar otra novela. Pero aquel libro le bastó para hacer historia. Y para hacerse con el Pulitzer.




A principios de 1936, cuando la novela todavía no había llegado a las calles, los grandes estudios ya disponían de las galeradas del libro. Pero el adelanto que la editorial había enviado no parecía impresionar a nadie. En la MGM el infalible Irving Thalberg rechazó el proyecto, y Louis B. Mayer no vio razón alguna para no hacer caso a su productor estrella. El Selznick International Pictures el adelanto quedó en manos de ayudantes y secretarias. Selznick tenía mejores cosas que hacer.

El 20 de mayo la editora de Selznick en la Costa Este, Kay Brown, le envió un entusiasta telegrama más un resumen de las galeradas de Gone With The Wind. Sólo iba por la mitad, pero Kay lo dejaba bien claro: "te ruego, te insto, te emplazo y te suplico que lo leas inmediatamente". Pero el productor, enfrascado en la posproducción de El jardín de Alá, de nuevo ignoró la historia. Kay insistió con más telegramas. Unos días después Selznick decidió por fin leer la sinopsis. Kay tenía razón. Allí había un buen material. El productor contactó con Merian C. Cooper, vicepresidente de la International Pictures, y su socio financiero, Jock Whitney, para discutir la viabilidad del proyecto. Selznick se imaginaba un espectacular film en color sobre la Guerra de Secesión, y Gary Cooper de protagonista. Mientras, en otra parte de Hollywood, Jack Warner, que también había leído las galeradas de la novela, también fantaseaba con el proyecto. Sería un vehículo perfecto para su gran estrella, Bette Davis. La guerra por los derechos de Gone With the Wind había empezado.

Con la novela todavía por publicar, la Davis no se entusiasmó con la idea, Warner enfrió el proyecto, y así la agente de Macmillan, Anne Laurie Williams, hubo de considerar la única propuesta en firme que tenía sobre la mesa: los 35.00 dólares de Darryl Zanuck, capo de la 20th Century-Fox. La agente rechazó la oferta de inmediato. Sin saber lo que estaba por venir, Margaret Mitchell se desesperó en su hogar al saber la noticia. En junio la fecha de publicación se acercaba, y Anne Laurie tuvo que empezar a ponerse suave. Llegó una nueva oferta: 45.000 dólares desde la RKO. Katharine Hepburn quería el papel de Escarlata, lo cual había hecho saber al estudio. Desesperada, Kay Brown acudió a Jock Whitney para que presionará a Selznick. No hacía falta; el magnate había acabado con las galeradas, y creía en el proyecto. El gran Selznick, sin embargo, seguía teniendo sus dudas. El proyecto se antojaba demasiado caro. Los derechos del libro, demasiado elevados. Whitney decidió maniobrar. El dinero no era problema. Personalmente adelantó 50.000 dólares a Kay Brown para que se los ofreciera directamente a Margaret Mitchell. Había que tomar el toro por los cuernos.




29 de junio. En un hotel de Nueva York, los agentes de todos los estudios hollywoodienses de importancia se arremolinan en el recibidor del hotel, yendo y viniendo de las cabinas telefónicas. Para entonces todos los periódicos prestigiosos, incluido el prestigio en mayúsculas, el New York Times, elevan en sus secciones literarias a Gone With The Wind al Olimpo literario. El libro está en las calles desde mayo, pero ha sido durante aquel mes de junio cuando los ejemplares han empezado a agotarse en las tiendas. La novela de Margaret Mitchell es por fin el éxito del verano, y, por fin, todos los estudios de Hollywood se pegan por hacerse con los derechos. En aquel hotel, Margaret Mitchell y la agente de Macmillan almuerzan y escuchan ofertas. En aquellos momentos la vida es muy bella para Anne Laurie.

Pero por suerte para Kay Brown, y para Selznick International Pictures, Margaret Mitchell era una digna represenante del legado sureño. Para desesperación de Anne Laurie, la escritora no se desdijo de la promesa que le había hecho a Brown cuando ésta le ofreció los 50.000 dólares. Se habían dado la mano, tenían un acuerdo verbal, y eso para Mitchell era sagrado. Imagino que por deferencia hacia los otros estudios debía escuchar sus ofertas, pero la suerte estaba echada. Al día siguiente se cerraba el acuerdo con Brown. Los derechos de adaptación para el cine y (¡en pleno 1936!) la televisión serían para la SIP.

Con los derechos en el bolsillo, Selznick se fue con su esposa de crucero y un ejemplar de la novela. Le impresionaron la ambientación,el nivel de los detalles y en general la estupenda labor de connoisseur de la Mitchell, sureña de pura cepa que no había dejado nada al azar. La grandiosidad de la novela también asustó al productor. Los costes podrían alcanzar cotas que iban más allá de todos sus cálculos. Sobretodo teniendo en cuenta que el productor se había labrado una reputación adaptando tan fielmente como le era posible los grandes clásicos que todo el mundo deseaba ver en pantalla. Con todas estas preocupaciones en mente, Selznick siguió navegando y leyendo, mientras comenzaba a barajar nombres en su mente.




El primer problema que se le presentaba al productor, cuando regresó de su crucero en agosto, era encontrar a la persona idónea para condensar las más de mil páginas de texto en algo filmable. El futuro guión de Lo que el viento se llevó pasaría por muchas manos, sufriría las mil y una reescrituras, incluso durante el rodaje. Pero el primer nombre en quien pensó Selznick fue Sydney Howard, ganador de un Pulitzer y el mejor de los guionistas independientes de Hollywood. Sería Howard quien condensaría la trama de la novela en límites aceptables, entregando un primer tratamiento que sería la base para todos los que le siguieron. Como suele suceder en estos casos, siempre es difícil saber quién escribió tal o cual parte, este o aquel diálogo. Pero la titánica labor de un primer tratamiento recayó en las manos de Howard, y por esa razón, finalmente sería él el único guionista en recibir crédito en la pantalla.

Por mediación de Merian C. Cooper el guionista y escritor entró en nómina en octubre, bajo estrictas condiciones de independencia. Era legendaria la forma que tenía Selznick de trabajar con sus guionistas, codo con codo, lo que significaba en realidad tenerle siempre mirando por encima del hombro dando las mil y una directrices. Howard quiso ahorrarse todo eso, y pidió, y obtuvo, la concesión de escribir a solas, sin moverse de su rancho, a varios miles de kilómetros de Hollywood. Todo lo que habría de Selznick allí sería su ejemplar de la novela con sus correspondientes anotaciones. Por supuesto, Howard no se libraría de la irritante presencia de Selznick, aunque fuera in absentia. Desde el día uno el productor comenzó a inundarle con sus famosas cartas, telegramas y memorándums repletos de detalles, sugerencias e instrucciones.

De su viaje por Hawai Selznick había traído un sólo puesto adjudicado: el del director. El elegido sería el refinado George Cukor, con quien el productor había colaborado profusamente en el pasado. Ambos se conocían bien, se llevaban bien, y además el director tenía una gran fama de sacar lo mejor de las actrices con quien trabajaba. Y en una historia como la de Escarlata, eso era esencial.




Por supuesto, el tema más espinoso fue el financiero. Con Sydney escribiendo en su rancho, el consejo de administración de la SIP se reunió para estudiar la viabilidad del gran proyecto del estudio para aquel año. El gran problema de ser productor independiente y no tener la cuenta bancaria de los Rockefeller radicaba en el hecho de tener que rendir cuentas a los socios capitalistas. Sentados en aquella mesa junto a financieros que nunca habían hecho nada cercano a una película, Selznick y Merian C. Cooper habían de convencerles de la necesidad de afrontar un presupuesto megalómano por meras razones artísticas. Lo que Selznick tenía en mente era dar a la película la grandiosidad que requería la historia. Y eso sobrepasaba con creces el presupuesto medio anual del estudio, unos tres millones de dólares. Los consejeros recelaban. ¿No sería mejor aceptar alguna de las jugosas propuestas de las majors por los derechos del libro? Con eso no sólo recuperarían la inversión sino que saldrían ganando. ¿Y si se filmaba sólo la mitad del libro? Por suerte, el influyente Jock Whitney creía tanto o más en el proyecto como el propio Selznick. En nombre de su acaudalada familia Whitney se comprometió a añadir cinco millones de dólares de su bolsillo al presupuesto del film, procedentes en parte de su propia compañía subsidiaria, Pioneer Pictures. Selznick y Cooper fueron tan persuasivos como pudieron "vendiendo" la historia al consejo. El proyecto obtuvo la luz verde.

Via libre, y manos a la obra. Selznick negocia con la RKO para un largo alquiler de los terrenos de Forty Acres, antigua sede de la casa Pathé, y de sus viejos decorados. Mientras, llega un informe con notas preliminares de Sydney Howard sobre el tratamiento de Lo que el viento se llevó. La historia quedaba dividida en siete secuencias principales, siguiendo escrupulosamente el orden de la novela. Se eliminaban personajes secundarios, detalles biográficos de los secundarios restantes, y las referencias al pasado de los padres de Escarlata. El guionista anunciaba problemas con la segunda parte de la novela. Mientras, Selznick seguía con los preliminares, las audiciones, y las tres películas de la SIP en producción.

A finales de 1936, y tras los problemas que le había dado la complicada producción de El jardín de Alá (problemas que al lado de Lo que el viento se llevó iban a parecer las dificultades de rodar una película casera), Selznick decidió apoyarse en un competente jefe de producción. El elegido fue Ray Klune. Para elaborar un presupuesto preliminar, Selznick ordenó a todos los jefes de departamento que se leyeran la novela y elaboraran una lista con todo lo que iban a necesitar. El 6 de enero de 1937 Selznick le respondía a Howard. Era un buen trabajo. Sobretodo, no debía añadir nada a la trama, ni eliminar nada que fuera esencial.

El tema más peliagudo a tratar entre el productor y el guionista fueron, sin embargo, los asuntos raciales. Howard abogaba por eliminar todas las referencias que se hacían en la novela al Ku Kux Klan. A ambos les preocupaba la oleada de protestas que había sufrido Griffith con El nacimiento de una nación. Durante las dos primeras décadas del siglo XX los linchamientos arbritarios de negros habían constituido una polémica cada vez mayor. En los 30 poemas como "Strange Fruit", de Abel Meeropol, se publicaban en el New York Times, denunciando esa ignominiosa y salvaje práctica. Por todo ello el Ku Kux Klan quedó fuera de Lo que el viento se llevó. El insultante vocablo de nigger se quedó. La NCAAP, la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, tendría mucho que decir al respecto. El Oscar que a la postre conseguiría Hattie McDaniel daría mucho que hablar en la comunidad negra, pero el personaje de la pobre Butterfly McQueen, la arquetípica chacha negra descerebrada Missy, era mil veces más indignante. Pero aquellos eran los años 30, Martin Luther King Jr. era todavía un niño, y en plena preproducción Selznick tenía demasiadas preocupaciones como para pararse a pensar en si la palabra "negrato" ofendía a la comunidad negra.




Tras mantener algunas conversaciones con Jock Whitney, el atribulado Selznick se acabó de convencer de que debía ir a por todas. Debían hacer la "mejor película posible", le había dicho Whitney. América amaba la novela de Margaret Mitchell, y si Selznick les fallaba, debería salir el resto de sus días a la calle con una bolsa de papel en la cabeza, como Carl Denham en El hijo de Kong. El camino a seguir estaba ya totalmente despejado. Selznick se rodearía de la crème de la crème que el sistema de estudios de Hollywood le pudiera proporcionar. Fue así como Selznick empezó a reclutar a los mejores técnicos que pudo encontrar. Desde Londres se trajo al veterano director de fotografía Lee Garmes, por entonces a las órdenes de Alexander Korda. Lo que el viento se llevó no sólo era un jugoso bocado para actores y actrices; también los técnicos tenían su corazoncito. Y el prestigioso Garmes, que había trabajado con el exigente Josef Von Sternberg, aceptó participar en el film por la mitad de su sueldo. El puesto de figurinista iría para Walter Plunkett (King Kong, María Estuardo, La diligencia); Selznick conocía su trabajo, le había tenido a sus órdenes en Las aventuras de Tom Sawyer. La dirección artística sería para Lyle R. Wheeler, mientras que William Cameron Menzies se encargaría del diseño de producción. Su talento ya había levantado maravillas para Douglas Fairbanks en El ladrón de Bagdad. Para los efectos visuales Selznick requirió a uno de sus habituales, Jack Cosgrove. Y así le seguía un largo etcétera. Era un equipo técnico de lujo. A todos estos nombres había que añadir el de Paul Hill y su ayudante, los hombres de la casa Technicolor. Para la película Selznick había apostado por la grandiosidad del espectacular nuevo Technicolor con franja de tres colores. La empresa dueña de la técnica disfrutaba de un absoluto monopolio, y por tanto podía imponer a sus especialstas para asegurarse de que el uso de la técnica no caía en malas manos y arruinar así la reputación de su refinada técnica en colores.

Tras recibir el primer tratamiento de Sydney, el productor chocó inevitablemente con el guionista al respecto del tono de la historia. Selznick quería más dramatismo grandilocuente, mientras Sydney concebía la historia de forma más intimista. Por ejemplo, el guionista había eliminado la famosa escena de Escarlata lanzando su juramento de supervivencia al viento. Para Selznick (y seguro que para vosotros también, lectores), esto era impensable. Además Sydney quería retocar los diálogos, mientras que el productor quería que se respetaran los diálogos del libro siempre que fuera posible. Tanto juntos en visitas relámpago como separados, Selznick y Sydney realizarían a lo largo del año tres versiones más del primer tratamiento del guionista, después de que Sydney hubiera accedido, por fin, a viajar a California junto a Selznick. Pero tras quince frustrantes días en los que, según él, "lo único que he hecho ha sido retocar los diálogos de El prisionero de Zenda", Sydney se volvió a su rancho, iniciando su largo intercambio epistolar de versiones del guión.




El año 1938 seguía avanzando, los bocetos iban y venían, se empezaban a elaborar trajes y a levantar decorados. Y Selznick debía cerrar su reparto. Desde que la Selznick International Pictures se hizo con los derechos, sus oficinas no habían dejado de ser inundada con cartas de los lectores de la novela, proponiendo a tal actor, tal actriz, para los distintos papeles. Siempre con un ojo puesto en el público, Selznick creó un mini-departamento dedicado en exclusiva a leer y clasificar las cartas, haciendo un recuento de los nombres que iban saliendo. Cada mañana tenían que poner un informe actualizado del gusto popular en su mesa. Fue así como, pasados los meses, Selznick pudo despejar su primera duda. Para los americanos el personaje de Rhett Butler sólo tenía un rostro: el de Clark Gable. El pueblo había hablado, y elegido, por mayoría aplastante. Y pocas veces el pueblo estaría más acertado. Pero habían dos incovenientes: primero, Gable era la máxima estrella masculina de la MGM. Segundo, no quería hacer el papel.

Después de que Gary Cooper se autodescartarse dejando para la leyenda un vaticinio sobre la película que luego se mostró ridículo, a Selznick no le quedaba otra sino ir a por Gable. Y el hecho de que Louis B. Mayer fuera su suegro no tenía por qué falicitar las cosas. Entre gente como Mayer y Selznick, primero estaban los negocios, luego las relaciones familiares. Mayer era consciente de la querencia del público por Gable, y de que todos le querían para encarnar a Rhett. Así pues cuando su yerno llamó a la puerta, Mayer ya estaba preparado. Para empezar, Selznick se encargaría durante todo el rodaje del sueldo mensual del actor (4.500 dólares), abonándole además una prima de dieciséis mil dólares, y un tercio de los 50.000 dólares que Mayer le había prometido a Gable para costearse su divorcio y poder casarse con su adorada Carole Lombard. Además, la Metro se encargaría de la distribución, aportaría cerca de millón y medio de dólares al presupuesto (por entonces la mitad del presupuesto inicial) y a cambio recibiría la mitad de las recaudaciones durante los siguientes cinco años. Selznick tenía tres opciones: buscar a otro Butler, echándose a toda América encima; aceptar el oneroso trato de Mayer, o cederle el proyecto a la MGM trabajando para su suegro como freelance. Evidentemente la primera opción estaba descartada, y Selznick se dejaría matar antes que ceder una golosina como Lo que el viento se llevó a la Metro. Tenía que pasar por el aro de Mayer, y para ello debía retrasar el rodaje para dejar expirar el contrato de distribución que su compañía tenía con United Artists. Lo cual le daba un tiempo precioso para encontrar a Escarlata O'Hara.

El segundo problema era el propio Gable. Se sentía inadecuado para el papel. Incapaz de darle al personaje todas las sutilezas que requería. Por encima de todo, le podía la presión de saberse el preferido de toda América. Pero cuando Selznick y Mayer llegaron a un acuerdo, Gable no pudo sino aceptar. Al menos, podría apoyarse en su nueva esposa, Carole Lombard. Por el momento, el 14 de agosto de 1938 Selznick anunciaba en una rueda de prensa la contratación de su primera estrella, Clark Gable, el deseado Rhett Butler.




Ya hablé de cómo tras una muy publicitada búsqueda, Escarlata llegaría finalmente en diciembre de aquel año. Según la leyenda, fue el hermano de Selznick quien, durante el rodaje de la secuencia del incendio, le presentó a la Escarlata perfecta: Vivien Leigh. En su momento la elección no estuvo exenta de riesgo. ¿Aceptarían el público norteamericano no sólo a una chica que no era del Sur, sino que ni siquiera era americana? Por suerte para todos, el talento de Vivien se sobrepuso a cualquier pero, y la aceptarían de buen grado.

Con la preproducción alargándose a lo largo de 1938, Selznick decidió poner en activo a George Cukor (que estaba en nómina desde hacía meses) cediéndole a la Columbia para dirigir Vivir para gozar, para luego mandarle a recorrerse el Sur junto al diseñador de interiores Hobe Erwin empapándose del viejo estilo sureño de antes de la Guerra Civil. También aprovecharon para entrevistarse con Margaret Mitchell, quien les enseñó los lugares que la habían inspirado para su novela.

Mientras la búsqueda de Escarlata estaba en marcha, Selznick trató de ir cerrando el resto del reparto. Con Gable en el bolsillo, el productor buscó al actor ideal para encarnar al perfecto caballero sureño Ashley Wilkes, el amor de ensueño de Escarlata. Tras barajar muchos nombres, quedaron dos bazas: Melvyn Douglas y Leslie Howard. Tras leer unas líneas de diálogo de su papel, Douglas fue descartado por ser "demasiado fornido". Quedaba, pues, Howard. Pero no sería fácil convencerle. El buen Leslie estaba cansado de ser actor, una estrella de Hollywood más. Quería escribir, dirigir, dar rienda suelta a sus inquietudes intelectuales. El papel de Wilkes, hablando en plata, se la traía floja. Siendo como era todo un zorro avispado, Selznick le puso a Howard un cebo, un personaje que sí deseaba: el de Holger Brandt en Intermezzo. El actor sí quería ese proyecto, y quería producirlo él mismo, además de interpretarlo. Selznick le concedió su deseo... a cambio de que Howard interpretara a Ashley Wilkes. Tras estampar su firma en el contrato, Leslie le envió a Margaret Mitchell un telegrama de rigor afirmando que era un honor interpretar a su personaje. Y eso que Leslie se había negado a leer la novela, cuyo título, afirmaba el actor en el telegrama, "se le escapaba".

Si muchas actrices lucharon por ser Escarlata, Olivia de Havilland, sabedora ya de que ese papel desde luego no sería para ella, luchó por convertirse en Melania Hamilton. Selznick la quería para el personaje, pero la actriz tenía contrato con la Warner. Y el productor ya había tenido bastante con la lucha por Gable. La actriz decidió seguir adelante, y le pidió al mismo Jack Warner que la liberara de sus compromisos y la cediera para el film. El patrón se negó. Olivia no se rindió ahí. Buscó apoyó en otra mujer, otra fan de la novela, como prácticamente todas las mujeres del país. Acudió a la mujer de Jack. Y desde luego que la esposa del magnate se hizo oir. Me encanta imaginarme esa escena en plan comedia clásica, con una fornida mujer de ricachón que habla sin parar quejándose de su afrenta a su amiga actriz, bla bla bla. Ocurriera así o no, Warner cambió de opinió y cedió a Olivia de Havilland a Selznick.




Los secundarios menores no ofrecieron, obviamente, dificultad alguna. El todoterreno Thomas Mitchell sería el padre de Escarlata. Las jóvenes promesas Fred Crane y George Reeves (el futuro Supermán de los seriales) encarnarían a los gemelos (¡prohibida la palabra "gemelos" o "hermanos!", sentenció Selznick) Tarleton. Entre los papeles de los negros destacaban las dos sirvientas, la experimentada Mammy (Hattie McDaniel) y la tonta Prissy (Butterfly McQueen). Barbara O'Neill, con tan sólo 28 años, sería la madre de Escarlata (¡la magia de Hollywood), y un habitual de Ford, Ward Bond, sería un capitán de la Unión.

Cuando su colaboración con Sydney Howard se agotó, Selznick comenzó a llamar a guionistas que retocaran las distintas versiones del guión para amoldarlo a lo que buscaba el productor. Los nombres se sucedían: John Van Druten, Oliver H.P. Garrett, y hasta todo un Scott Fiztgerald, que estuvo un par de días a sueldo, trabajaron en el guión, siempre supervisados de cerca por Selznick. Y entonces llegó el 26 de enero de 1939, y, por fin, las cámaras se pusieron a rodar. Oficialmente comenzaba el rodaje de Lo que el viento se llevó. La primera escena en rodarse sería la que abría el film, con Escarlata dejándose querer por los Tarleton.

Casi todo el rodaje tendría lugar en estudio, los terrenos de Forty Acres y de la compañía de Selznick. Habría unos cuantos rodajes en exteriores. Por tanto, se plantaron árboles, se echaron toneladas de tierra, y se crearon los campos de algodón.

El rodaje, por otro lado, iba lento. La primera escena rodada con los Tarleton no satisfacía a Selznick, quien además estaba preocupado por los costes. Tras las minutas, sueldos, suntuosos decorados, trajes de época y demás, ya había gastado la mitad del presupuesto calculado, casi millón y medio de dólares. Y tan sólo tenía dos escenas. Y una de ellas no le servía. Además, Cukor no paraba de quejarse, solicitando continuamente el guión acabado. Acostumbrado a trabajar sobre un texto completo, los trozos fragmentados que le iba dando Selznick no le servían. Pero el productor no tenía nada más. Siempre tratando de rizar el rizo, revisaba el guión sin parar, añadiendo aquí y quitando allá. Otra cosa que molestaba a Cukor era la injerencia de Susan Myrick, amiga de Mitchell y experta en acentos, y de Natalie Kalmus, esposa del dueño del Technicolor. Antes de dar por buena una toma debía consultar con las damas para ver si daban su aprobación.




Tras la primera semana de rodaje se incrementó la impaciencia de Selznick. Tras una profunda y ardua labor de preproducción, durante la cual se habían realizado miles de bocetos, en lo que en la práctica era un gran storyboard (técnica inusual y limitada en la época, que había llevado a su máxima expresión, por primera vez, Walt Disney), el productor no veía nada de lo que se había imaginado en los copiones diarios. Además, su gran estrella, Gable, estaba a disgusto. No sabía como cogerse al papel, y la primera escena que había rodado, la del baile, cosa para lo que no era nada ducho, no ayudó a afianzar su seguridad. Además, dada las características de la historia, Cukor pasaba más tiempo con las actrices que con él. Y el que el director fuera un tipo refinado, culto y homosexual tampoco le colmaba de placer.

Por otro lado, Vivien Leigh y Olivia de Havilland estaban encantadas. Cada tarde, acabado el rodaje, se reunían en casa del director, discutiendo la mejor forma de abordar determinadas escenas, trabajando los diálogos, etcétera. Pero a Selznick le preocupaba Gable, y el que el actor tuviera el camerino más lujoso no le bastaba a la estrella para despejar su descontento. No es que el actor llegara a quejarse a Selznick, pero sí lo hacía cada vez que se pasaba por la MGM. Y siendo Mayer el suegro de David, los rumores acabaron llegando a sus oídos. Además, en el contrato de cesión de Gable había una cláusula según la cual la MGM declinaba toda responsabilidad si la estrella se negaba a actuar. Lo cual ponía a Selznick entre la espada y la pared.

El enfrentamiento entre Cukor y Selznick era inevitable. Durante el rodaje de la escena del parto de Melania el director y el productor, presente aquel día en el rodaje, se enfrentaron a cuentas de cómo debía decir Butterfly McQueen una frase. Los roces continuaron, hasta que el 13 de febrero de 1939 David impuso nuevamente su criterio a la hora de abordar otra escena. Estaba claro que la visión del productor iba por un sendero distinto a la del director. Cukor quería centrarse en los personajes, sus relaciones, rebajar el tono del film. Aunque David también se preocupaba por sus personajes, concebía el film como la epopeya definitiva. Y para Cukor estaba claro que no podía seguir cediendo en cada escena, o aquella no sería su película. Los dos amigos decidieron argumentar las clásicas "diferencias creativas", y Cukor abandonó el rodaje para alegría de Gable y para agravio de las actrices principales. Aun así Vivien Leigh y Olivia de Havilland seguirían consultando a Cukor durante el resto del rodaje.

Corrió, sin embargo, otra historia más perversa, un rumor sucio, acerca de la salida de Cukor del rodaje de Lo que el viento se llevó. Se dijo que fue Gable quien provocó la marcha del director homosexual ya que poseía un secreto difamante acerca de la estrella. Según dicho rumor, el director estaba al tanto de una relación homosexual que el actor había mantenido cuando era joven con la vieja estrella del mudo William Haines. Por eso Gable odiaba a Cukor, y por tanto presionó para que le largaran.




Con Cukor fuera del proyecto, Selznick pensó en King Vidor como sustituto. Pero Vidor no estaba por la labor, y además Gable quería a su amigo Victor Fleming en el puesto. Fleming era todo lo contrario que Cukor. Era rudo, fornido, amante de la caza, el alcohol y las mujeres. El compañero perfecto para Gable. El problema era que a Fleming le restaba un mes de rodaje en El mago de Oz. De nuevo, Selznick estaba en manos de su suegro, Louis Mayer.

Por una vez el peso pesado de la MGM se sintió magnánimo, y aceptó ceder a Fleming solo si éste estaba de acuerdo. Fleming aceptó por su amistad con Gable, y para completar la carambola a tres bandas, sería Vidor quien finiquitaría el rodaje del famoso musical. En el ínterin William Cameron Menzies se ocupó del día al día en el plató. A la presión de buscar un nuevo director Selznick tuvo que buscar más financiación. El presupuesto se había agotado, y la MGM no iba a soldar otro centavo. Al productor no le quedó más remedio que vender parte de sus derechos sobre la película a un banco para poder seguir con el rodaje.

La llegada de Fleming a los estudios de Selznick el 17 de febrero de 1939 fue sonada. Se le proyectó el minutaje ya positivado rodado por Cukor, incluyendo unos cuantos minutos que el propio Selznick ya había descartado. Sin alterarse, Victor Fleming dictó sentencia: "tu guión es una puta mierda". El director se levantó y se marchó, dejando claro que no volvería hasta que no hubiera un texto mejor.

Selznick se volvió loco. Acostumbrado a hacerse obedecer, Fleming le había dejado con un palmo de narices, y Menzies no podía ir más allá de ser un mero supervisor. Cada día que no había en el plató un director dando órdenes le costaba a Selznick miles de dólares. Y con todos los ojos de América, y de la prensa, fijos en aquel rodaje, cada día sin rodar era más carnaza para la rumorología. En los medios se empezó a hablar del proyecto como "la locura de Selznick". Pillado por los huevos, Selznick hizo lo que había hecho en otras ocasiones cuando el guión llegaba a un callejón sin salida: llamar a Ben Hetch, uno de los mejores guionistas de Hollywood, un escritor todoterreno que no era la primera vez que rescataba un guión descontrolado.

La reunión entre Hetch, Selznick y Fleming, cierta mañana de un domingo, es otro de esos momentos que han entrado en la leyenda de Hollywood, una anécdota tan cinematográfica como legendaria. Hetch no se había leído el libro de Margareth Mitchell, así que Selznick y Fleming se encargaron aquella mañana de representarle toda la historia. Director y productor se repartieron los papeles principales: Selznick sería Ashley y Escarlata, Fleming leería a Rhett y Melania. Hetch tomó notas, se llevó el primer guión de Sydney Howard, y se encerró en una habitación durante los cinco días siguientes machacando la máquina de escribir. El guionista actuó como un mercenario, sin florituras artísticas, como el arquetípico guía de la selva que va despejando el camino a machetazos. Quitó de aquí, retocó allá, y, en resumen, limpió el guión de todas las ramas que pudieran distraer la atención del tronco principal. Todo en cinco días agotadores, a cambio de 15.000 dólares. Los siguientes días Hetch, Selznick y Fleming pulieron el guión en interminables jornadas regadas con litros de café y benzedrina. Cuando acabaron a Fleming le había estallado el vaso sanguíneo en un ojo y Selznick se derrumbó en un sueño tan profundo que sus dos compañeros creían que había entrado en coma. Pero tras todo ese esfuerzo, Selznick y Fleming tenían un guión consistente que rodar. El productor le rogó a Hetch que se quedara dos semanas más, pero el guionista afirmó que no había suficiente oro en el mundo para pagar aquella agonía. Hetch cogió su dinero y se marchó, como buen mercenario. Aunque quizás hubiera salvado el rodaje, como buen mercenario, no recibió crédito alguno. El 2 de marzo se reanudaba el rodaje a las órdenes de Fleming.





Gable estaba encantado; con su amigo a bordo se sentía más seguro. Las actrices tuvieron que apechugar con la decisión, aunque cada domingo iban a hablar con George Cukor. Pero Selznick siguió quejándose del aspecto visual del film y esta vez la emprendió con el director de fotografía, Lee Garmes. Otra nueva baja se avecinaba, y no ésta tardó en llegar. Garmes abandonó el barco, y fue sustituido por Ernest Haller. Aunque la contribución de Garmes fue significativa, en los primeros tercios del film, tampoco habría créditos para él.

Selznick, vaya tipo. Durante toda su carrera volvió loco a todos aquellos que trabajaron con él, especialmente a los directores y guionistas. Pero sabía lo que le gustaba al público, y su número de éxitos (la gran parte de ellos son hoy grandes clásicos de su era) le avalaban. Aunque no fuera director, ni guionista, y necesitara de los profesionales para crear grandes obras, sabía cuando un guión flojeaba, cuando había que imprimir más ritmo, o cuando una imagen no era lo bastante buena. Y con el nivel de exigencia de Selznick lo habitual era que siempre fallara algo en alguna parte. Pero los resultados hablaban por sí solos. David no era esa clase de productor que sentencia películas y escenas desde un despacho. Él se inmiscuía en todo, pero trabajaba más que nadie, y durante el rodaje de Lo que el viento se llevó se estaba dejando los huevos, su dinero y su prestigio. Aparte de supervisar el rodaje de la superproducción y volver locos a todos, Selznick también supersivaba el resto de films en los que se estaba trabajando en la International Pictures, y por la noche no cesaba de reescribir el guión de Hetch, el cual consideraba que flojeaba en su segunda parte. Seguramente el viejo Selznick debía ser un tipo insufrible, pero luchaba por sus proyectos como una madre por sus hijos.

Llegados a la mitad del rodaje, con doce semanas de trabajo todavía por delante, más varios meses de posproducción, y con el presupuesto ya superado y aumentando, Selznick hubo de considerar nuevas vias de conseguir dinero. La prensa no cesaba de airear los interminables problemas que estaban surgiendo en el rodaje (el último, la relación poco amistosa entre Vivien Leigh y Victor Fleming), repitiendo sin cesar la coletilla de "la locura de Selznick", lo que le ponía las cosas difíciles al productor para conseguir nuevos fondos.




Para convencer a posibles inversores de que su "locura" daría dinero, realizó un premontaje con lo rodado de una hora de duración, y acudió a la MGM a ver si tito Mayer intercedía por él. Pero el suegro dijo no. Entonces Jock Whitney acudió de nuevo en su ayuda poniendo más dinero con el respaldo de su familia, y para redondear la suma finalmente Selznick realizó otro pase privado para los jerifaltes del Bank of America. Accedieron a adelantarle al productor 1.250.000 dólares, siempre y cuando Whitney avalara la transacción. El socio de Selznick aceptó, pero pidió a cambio la participación mayoritaria en el estudio de David y su hermano Myron. La inyección de capital salvaba, por el momento, el rodaje, pero tras haber renunciado ya a la mayor parte de los derechos del film, ahora Selznick perdía el control de su propia compañía. Ése fue el precio que tuvo que pagar por su independencia y por su "locura".

El rodaje continuó con Leigh batallando contra Fleming; el director la llevaba al límite para sacarle su jugo interpretativo mientras la disponía contra Gable para crear tensión entre los personajes ante la cámara. Mientras, Selznick reescribía por las noches, atosigaba a Fleming por las mañanas, y mandaba rodar de nuevo algunos exteriores.

Tras rodar una de las muertes importantes del film, llegó una escena crucial. Rhett Butler, sumido en dolor y tinieblas, debía romper a llorar. Pero Gable se negó a ello. Para él era impensable llorar delante de su público. ¿Macho man Gable llorando en la pantalla? No way! Incluso aún cuando su amigo Fleming, otro tipo poco amigo de ir a recoger florecillas silvestres, le dijo que la historia lo exigía y que el público lo aceptaría, el actor siguió en sus trece.

Aquel sería un día largo. Había una escena en exteriores nocturna, y tras la negativa de Gable, Fleming estaba para pocas bromas. Pero por supuesto, una vez más, Vivien Leigh comenzó a quejarse de algo. El director refrenó sus deseos de estrangular a la estrella y en su lugar enrrolló el guión, se lo tiró a Leigh y le informó de que podía metérselo por su "real culo británico". Tras la escenita Fleming cogió su coche y se fue a su hogar en Malibú, y, como le confesaría en un amigo, "pensó seriamente en despeñarse por un barranco".



Como todos en el rodaje, salvo quizás Gable (si había que rodar iba a rodar, y si no, volvía a su camerino, y tan campante), Leslie Howard (para quien todo era un trámite, y tenía la cabeza puesta en su querida Intermezzo) y la ultraprofesional Olivia de Havilland, Fleming había venido soportando una gran presión, largas horas de rodaje, peleas con Leigh y quejas de Selznick. Así que tras la enésima pelea con Vivien Leigh su salud mental dijo basta y tuvo una crisis nerviosa. Por segunda vez, el film quedaba descabezado.

Esta vez Louis B. Mayer se apiadó de su yerno y le ofreció al competente Sam Wood, con quien los Hermanos Marx habían rodado sus mejores películas. Esta vez el cambio fue menos traumático. El guión estaba perfilado (aunque por supuesto Selznick no dejaría de trabajar en él hasta el final), los intérpretes metidos en sus personajes, y los técnicos funcionando como un motor de seis válvulas. Durante dos semanas Wood estuvo al cargo de todo, trabajando de forma rápida y eficaz. Pero Selznick sabía que aquello no bastaba. Lo que el viento se llevó necesitaba algo más que un buen artesano, necesitaba a un director de primera línea. En resumen, necesitaba a Victor Fleming.

Tras un merecido y bienhallado descanso, Selznick acudió a casa de Fleming con una ofrenda de paz (un par de periquitos), Vivien Leigh y Clark Gable. El productor le dijo que Sam Wood seguiría como segundo director, un ayudante de lujo, pero que Fleming sería el Macho Alfa, y que, bueno, le necesitaban desesperadamente. La actriz y el actor asintieron, y a pesar del riesgo de volverse totalmente majareta, Fleming aceptó, llegando justo a tiempo para rodar una de las escenas más famosas del film: la retahíla de heridos en la estación de tren de Atlanta.




Con un renovado espíritu de superación y concordia, provocado quizás por estar inmersos en uno de los rodajes más largos y caóticos de todos los tiempos, Vivien Leigh rodó las escenas en la convulsa Atlanta, con caballos y carros a todo galope, sin recurrir a un doble. Pero se llevó unos cuantos golpes. Gable no tuvo tanta suerte, y cuando llegó otra famosa escena, aquella en la que Rhett sube en brazos a Escarlata por unas escaleras, la estrella se pasó toda una tarde subiendo y bajando escaleras con Vivien Leigh en brazos. Al final de la sesión Fleming le pidió una toma más. El derengado Gable cogió de nuevo a la actriz en brazos, casi temblando, subiendo las escaleras una vez más. Cuando llegó arriba y el director gritó corten, Fleming le dijo: "Gracias Clark. La verdad es que no necesitaba esta toma. Es que había apostado a que no serías capaz". ¡Ah, los amigos!

Con el rodaje ya finalizando, una unidad fue enviada a un lugar llamado Lasky Mesa, donde Vivien Leigh rodaría el finalazo de la Primera Parte de la historia. Aparte de unos pocos técnicos y maquilladores, allí solo estarían Fleming y la actriz. Era el anocher de un 23 de mayo, y tras un largo día de rodaje el equipo esperó bajo la lluvia, a instancias de Ray Klune, quien confiaba plenamente en el parte meteorológico. El sol saldría (a una hora bastante extraña, las dos de la madrugada, ¿era aquello un milagro), a pesar de las reiteradas protestas de Fleming y la actriz. Pero Klune acertó, salió el sol, el cielo se tiñó de un rojo anaranjado, y una de las secuencias más famosas de la historia del cine pudo ser llevada a cabo.

El rodaje prosiguió a todo tren. Cinco unidades trabajaban a la vez para ganar tiempo y ahorrar dinero. Y la escena de Rhett llorando seguía pendiente. Gable seguía aferrándose a su negativa como un león a su presa. Para estas ocasiones no hay nada como una esposa, sobretodo si esa esposa es la espectacular Carole Lombard. La actriz le dijo que nada tenía de deshonroso que un hombre llorar. Todos se lo decían. Pero Gable se obstinaba en su masculina vanidad. Finalmente Fleming le ofreció una alternativa: rodarían dos versiones de la escena, una con lágrimas y otra sin lágrimas. Una vez vistas las dos, el actor decidiría. Acorralado, el actor no pudo sino aceptar. Fue un 29 de mayo el día en que Clark Gable derramó lágrimas ante una cámara. Tras ver los copiones de las dos versiones, el actor tuvo que reconocer que todos habían tenido razón. Por tanto dio permiso para que incluyeran su llanto en la copia final. Tras rodar unas pocas escenas menores con caballos (donde todos pudieron observar el gracejo del experto jinete Howard comparado con el aprehensivo manejo del pobre Thomas Mitchell, que temía a los equinos) y unas líneas de Gable y Vivien Leigh, el tortuoso rodaje llegó a su fin.

Se cerraba así un grandioso, sufrido y mítico capítulo de la historia del cine. Todavía habrían de venir más problemas, como la polémico que rodeó a la escena final, y una larga posproducción en la que el compositor Max Steiner había de escribir de una de las bandas sonoras más inolvidables del cine, cambiando para siempre el campo de la música para films.

Pero eso llegará en un quizás no demasiado lejano post, más personal seguramente. De momento, quede aquí el resumen de un rodaje megalómano y agotador. Me despido con unas palabras de Selznick comunicando en un telegrama a Jock Whitney la noticia del fin del rodaje.

Decía así: "... seguiremos rodando hasta el viernes con personajes menores. Yo me voy al barco el viernes y vosotros os podéis ir todos al diablo".



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