ZEPPELIN ROCK: Crítica de "Kwass o El arte combinatoria", de Diego Luis Sanromán: Reseña

sábado, 17 de junio de 2017

Crítica de "Kwass o El arte combinatoria", de Diego Luis Sanromán: Reseña



“La trama de esta historia está elaborada con hilos podridos: se deshace en cuanto uno le pone la mano encima”. Sí, amigos, la trama no deja de ser un conjunto de retales hilvanados con ciertos visos de consistencia, algo hecho adrede, claro: “porque en cuanto aparece la historia, aparece el aburrimiento” (son, estas últimas, palabras de Valéry con las que el autor comulga y sigue con firmeza). Así que bien venidos al circo. Se ha instalado en Notte/Napule, con Tom el Asesino, El hermafrodita Faón, el Comisario, Lady Blanch y tantos otros. No te pierdas sus divertidas y estelares actuaciones.


Lo he leído, enterito, y me ha gustado. Mucho. De Diego Luis Sanromán quizá nadie hablará demasiado cuando haya muerto (es un decir), pero estoy seguro (sin haber leído ninguna otra) de que esta cosa llamada Kwass o el arte combinatoria (publicada en 2015 por Palimpsesto) es una de las mejores (atractivas, originales, insolentes y blasfemas) novelas que se ha escrito en España en lo que llevamos de siglo; unos primeros lustros en los que la crítica en confabulación con las editoriales del sistema y los medios de difusión cultural siguen apostando por lo mismo, esto es, por la literatura popular de los rellenapáginas (en recuerdo a García Viñó, allá donde estés).




La buena literatura o, por mejor decir, el conjunto de las apuestas rupturistas llenas de ingenio, se sigue escribiendo al margen de la culturilla oficial. La pataleta deviene en cabreo monumental cuando uno comprueba estas cosas a pie de obra (o de Obra), pues no podemos dejar de significar lo alejado que anda uno de estas creaciones nocillescas (la cita, la intertextualidad, el afán vanguardista, el fragmentarismo, la metaliteratura, el gusto por el excurso, la ausencia de linealidad o la irrupción de la ciencia y disciplinas aledañas –con su cabalgata o carnaval de tecnicismos- pueden apuntalar esta denominación que me tomo la ligereza de plantarle a la obra, al género; también los coqueteos con mínimos monólogos interiores, el collage o con el teatro del absurdo). No son sino juguetes, artefactos divertidos e híbridos, pero detrás de los cuales existe un estricto elitismo (¡ojo!) que, como ha ocurrido siempre con la innovación literaria no oficializada, nace sin posibilidades de pasar a los manuales de literatura o libros de texto a no ser como mero apunte a pie de página. Queda bien la pincelada siempre en las historias de la literatura, pero el crítico de a pie sabe que el populacho pasa a los museos de arte abstracto en visitas turísticas con la mente puesta en la paella que han encargado para la hora de comer. Supongo que se me entiende.




El haber llamado a Kwass “novela” no es tampoco una manera de definirla, aunque cierto hilo narrativo de ficción exista en su fluir (sui generis trama policial, en todo caso, muy deshilachada), unos personajes (“anormales” y guiñolescos) que se mueven en un espacio apocalíptico (-¿También interior? -Sobre todo, cariño, sobre todo), donde los detritus y el sexo salvaje tratado como mero jueguecito se complementan. Quizá a mentes preclaras, plenipotenciarias y castas les pueda causar rechazo este halo (o cimiento) porno que la lectura irradia derramándose por los bordes del puchero (que anda siempre en ebullición), pero eso –ya os lo digo al oído- es porque aún no leyeron Las once mil vergas de Guillaume Apollinaire (a la que tanto debe esta obra) o no vieron en su día los snuffs de Guinea Pig o la más cercana y popular A Servian Film. Todo es juego vacío de mensaje moral o así lo entiende uno, flashazos de escenas divertidas, grotescas llegado el caso, donde los personajes son muñecos animalizados, amorales monstruos, con esa amoralidad de un mundo nuevo ¡pero digno de ser estudiado! y, ¡por supuesto!, expresado como discurso literario irreverente (se busca impactar, epatar, llamar la atención, incomodar, escandalizar... joder al fin y al cabo). Un juego en la irrealidad, en la inanidad, un mundo creado sobre el cieno, un edificio sustentado en significantes, en el vacío, anclado en lo que nunca veremos, en aquello a lo que solo la imaginación o el sueño tienen acceso. Es también el gusto por la locura, por la tendente obsesión de nuestro organismo hacia el sexo más salvaje y voraz (¡bienvenidos a Sodoma, niños!) o hacia el homicidio (¡ay, si se materializaran los deseos de cada uno!). En fin, una comedia bárbara rebozada en las muecas del esperpento. ¿Cómo creer después en nada si nos creemos este libro, si asimilamos la vacuidad de ese mundo inexistente en el que hemos vivido diurnamente por un momento, en el que hemos convivido con los personajes (esos monstruitos) que pueblan ese bosque, esa selva, como quien se guía en sus pasos por el borde de un precipicio, por un cable acerado tendido entre dos rascacielos?

Uno avanza en la lectura a dentelladas, cosificado en un lector-pacman insaciable, y, en una especie de tótum revolútum, a uno le visitan caóticamente imágenes del cine de Lynch, de esa “carretera” de Cormac M., de La matanza de Texas, del cine de Rob Zombie, de Mad Max, etcétera, etcétera; mucho cine… y mucho Sade. Ruido y furia. Y mientras, la trama detectivesca, surcada transversalmente por secuencias de varia lección, “impone” su desconcertante y precario camino salpicada de citas que irrumpen tras cada secuencia como obstáculos (im)prescindibles: importa la transmisión de sensaciones desde una historia mínima; importa la escritura semiautomática (con su poquito de collage), pero qué bien se eligen las palabras, y la sintaxis (y la puntuación, cosa que hay que valorar, coño), para conseguir el primer propósito; ¡con qué soltura encamina -por otro lado- Diego su nave vertiginosamente hasta el acantilado para redirigirla de nuevo a la vida -un cierto modo de razón frágil pero suficiente- cuando se acerca al borde!

Pero su rareza (por rara avis también en nuestro panorama literario), y no solo eso, convierte a la obra en una joyita canalla y poco santurrona que, por mi parte, no tengo más que, tras aplaudir, recomendar al lector que espera del acto de la lectura algo muy lejos del aburrimiento, pero también que esa lectura responda a la obligada exigencia de que constituya un producto de autor, no lo que surge de aplicar unas reglas, de la clasicidad, de lo convencional, de lo ya vivido, bebido y leído, sino otra cosa. Las reglas establecidas y genéricas provocan el nacimiento de novelas (que está bien); la escritura creativa y malota y díscola de Sanromán lo que provoca es el nacimiento de un árbol como lo crea la madre tierra, un árbol ignoto, nuevo, nacido de las vísceras, y plagado de frutos de un sabor ácido, mágico y fantasmal. Un canto a la libertad y al recreo de los sentidos, y un libro muy bien escrito, por cierto, en el que uno presume un amor brutal por la palabra, como brutal, salvaje y hermoso (perdón) es Kwass. “A ver quién es capaz de componer un mapa coherente con todo esto”.

©Ángel Carrasco Sotos

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