Estos dos genios del arte cinematográfico (que es el séptimo en la lista) se conocieron, al parecer, en 1961, y se hicieron amigos (amistad que duraría hasta 1977, por razones evidentes). El caso es que en marzo del 67 Groucho Marx le escribe una carta a Woody Allen al enterarse de que este estaba indignado por no haber contestado aquel a su anterior misiva, de hacía ya años. En fin, enterado Groucho, le escribió por fin... y en estos términos:
La carta
Goodie Ace le ha dicho a algún holgazán amigo mío que estabas decepcionado o molesto o feliz o ebrio porque no no contesté la carta que me enviaste hace unos cuantos años. Ya sabes, claro, que contestar cartas no da dinero, salvo que se trate de una carta de crédito recién llegada de Suiza, o de la mafia. Te escribo con reticencia porque sé que estarás haciendo seis cosas a la vez: cinco más el sexo. No sé de dónde sacas tanto tiempo para la correspondencia.
Confío en que tu obra de teatro siga en cartel cuando llegue a Nueva York, la primera o la segunda semana de abril. Mucho debe de molestar a los críticos, pues si no recuerdo mal vaticinaron que no iba a durar porque era demasiado divertida. Como todavía sigue en cartel, estarán aún más molestos. Algo así pasó con una obra que escribió mi hijo en colaboración con Bob Fisher. Eso tiene una moraleja: no escribas una comedia que haga reír al público.
Ese problema crítico ya generaba controversia cuando se celebró mi Bar Mitzvá, hace casi cien años. Nunca se lo he contado a nadie, pero al pasar de la infancia a lo que hoy supongo que era la edad adulta recibí dos regalos. Un tío, que entonces tenía dinero, me regaló un par de calcetines negros largos, y una tía, que pretendía beneficiárseme, me regaló un reloj de plata. Tres días después de recibir los regalos, el reloj desapareció. La causa de su desaparición fue que mi hermano Chico no era tan bueno jugando al billar. Lo canjeó en una casa de empeños de la Calle 89 con la Tercera Avenida. Un día, mientras deambulaba sin rumbo, lo descubrí en un escaparate de la casa de empeños. De no haber sido porque tenía mis iniciales grabadas en el dorso, no lo hubiese reconocido porque el sol lo había deslustrado de tal modo que ya era negro como el carbón. Los calcetines, que no me había quitado en toda una semana, era ahora de un verde moteado. Esa es toda mi recompensa por haber sobrevivido 13 años.
Y esa es, por decirlo decirlo en pocas palabras, la razón por la que llevo tiempo sin escribirte. Todavía llevo puestos los calcetines, aunque ya no son calcetines, simplemente forman parte de mis piernas.
En tu carta decías que ibas a venir en febrero y yo, frenético de entusiasmo, compré tantas exquisiteces que, si en vez de embutidos llego a invertir todo ese dinero en lingotes, habría podido dar por cubierta mi contribución del 67 y del 68 a la Fundación Judía del Bienestar.
Creo que en Nueva York me alojaré en el hotel St. Regis. Y, por el amor de Dis. no tengas ya más éxitos: me pone de los nervios. Mis mejores deseos para ti y para el pequeño Dickie [es un chist: se refiere a la pilila de Woody], tu amigo diminuto.
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