lunes, 11 de marzo de 2019
Crítica de "Los siete samuráis" (Akira Kurosawa, 1954): Reseña
por Möbius el Crononauta
del blog La cinta de Moebius
Hay un apodo que inmortalizó a Akira Kurosawa, "El Emperador". Parecía haber surgido a finales de los años 40, pero fue durante su etapa de gloria (que fue la del cine japonés) en que dicho apodo se extendió entre aquellos que trabajaban con él. Y, a diferencia de otros apodos, llamar a Kurosawa "El emperador" no era una simple broma.
Evidentemente, el apodo denotaba el gran respeto que se le tenía en la industria (ese respeto tan japonés hacia la figura del sensei) por su gran talento, además de su cadena de éxitos en Japón y el reconocimiento internacional que había logrado con Rashomon, reconocimiento que facilitó el camino para la distribución internacional de los grandes éxitos de los estudios nipones.
Pero el sobrenombre de "El emperador" no sólo denotaba su importancia dentro de la industria cinematográfica, sino que describía muy bien el modo en que se manejaba durante los rodajes. Kurosawa pertenecía a esa raza de directores dictatoriales que esperaban una sumisión total por parte de todo el equipo de rodaje. Sus arranques coléricos eran temidos, y su perfeccionismo (no sé si llegaría al extremo de Kubrick, pero seguro que no le andaba a la zaga) podía ser agotador. Con todo aceptaba de buen grado las sugerencias, sobretodo si provenían de aquellos a quien respetaba, aunque pocas veces cambiaba durante el rodaje lo que anteriormente había sido planificado al detalle durante largos ensayos previos al inicio del mismo, algo que había convertido ya en una costumbre. Podía ser muy duro con sus actores si no le daban lo que quería, y, de un modo muy japonés, apenas dirigía a las mujeres. Curiosamente compartía con su adorado John Ford una especie de manía o costumbre, quién sabe si por imitación o simple casualidad: en cada rodaje Kurosawa escogía una cabeza de turco sobre la que descargar sus iras. Normalmente el pobre diablo solía ser algún actor novel que se ponía a las órdenes del director por primera vez.
Y, en definitiva, qué mejor apodo para un insigne descendiente de samuráis (sí, los antepasados de Kurosawa se habían ganado el pan con la espada), apuesto en su juventud, y cuyo físico intimidaba a cualquiera (medía más de 1'90, lo cual era mucho para la media japonesa de la época). Sí, Kurosawa era el Emperador del cine japonés, y él lo sabía. Se sabía por encima de los mortales de la industria.
En abril de 1952 el Tratado de San Francisco ponía fin a la ocupación militar Aliada en Japón. Una nueva nación, todavía tambaleante, resurgía de sus cenizas para adherirse, de una vez por todas, al orden internacional. El fin de la ocupación significó también el fin de la censura militar Aliada, que había considerado las películas de samurais (el jidaigeki o cine de época) como un remanente del militarismo japonés que había desembocado en la guerra, por lo que el subgénero de las películas de samurais había sido prohibido. Era el momento idóneo, se dijo Kurosawa, para rodar un jidaigeki.
La idea original de Kurosawa y su colaborador en los guiones, Shinobu Hashimoto, había sido la de rodar un día cualquiera en la vida de un samurái, desde que se levantaba hasta el final del día, o quizás antes: la idea era que el samurái cometiera un error y obrara en consecuencia suicidándose siguiendo el ritual del seppuku. Sin embargo tras varias semanas de investigación Hashimoto le comunicó a un disgustado Kurosawa que era imposible hallar material suficiente para fabricar un guión con ese planteamiento. Decidieron entonces escribir alguna historia sobre antiguos maestros de la espada, pero esa línea argumental tampoco dio sus frutos. Finalmente fue Kurosawa quien halló el punto de partida en un artículo que había leido durante esta última investigación. El artículo de prensa recogía una historia real de unos granjeros que en tiempos pasados habían contratado a un samurái para que les protegiera de los bandidos. Esa vieja historia fue el germen de Los siete samuráis.
Hashimoto y Kurosawa investigaron más, decidieron que el número de samuráis sería siete (número clásico donde los haya; ¿recordáis Los siete contra Tebas?), y en cierta manera basaron cada uno de los siete personajes en un auténtico samurái histórico. Concluida la investigación Hashimoto escribió un tratamiento de quinientas páginas, y, siguiendo lo que ya era un modus operandi, tanto él como Kurosawa y el escritor y guionista Hideo Oguni se marcharon a un balneario a trabajar en el guión definitivo, lo que les llevó más de seis semanas. La elaboración del guión fue laboriosa, y Kurosawa tuvo que pasar por unos incómodos parásitos intestinales. Finalmente el guion estuvo listo a principios de 1953.
Los siete samuráis iba a ser la mayor producción hasta entonces de Kurosawa, y en la Toho aceptaron con reservas (los estudios iban a emprender la otra gran superproducción del año, la mítica Godzilla, dirigida por un viejo amigo de Kurosawa, Ishiro Honda), pero la influencia de "El emperador", y los grandes éxitos cosechados, tenían su peso. Sin embargo Kurosawa, en plena auge de su popularidad, se tomó las cosas con calma. El tiempo que tenía para rodar se agotó, y el director apenas si había rodado cerca de la mitad del metraje. A su perfeccionismo hubo que añadir el hecho de que casi todas las escenas se rodaban en exteriores, con lo que estaban totalmente expuestos al capricho del clima. Entre la lentitud de Kurosawa y la estación de las lluvias, el rodaje se alargó y el presupuesto se agotó. Era septiembre de 1953, los estudios estaban en aprietos, y Kurosawa, a pesar de su estatus, también.
En una industria tan precaria como la japonesa, que manejaba presupuestos tan ajustados, los estudios no se podían permitir dispendios similares. Y la Toho veía un panorama ante sí con el mismo temor con que la MGM vería la Cleopatra de Elizabeth Taylor. Los estudios tenían dos opciones: suspender la producción, echando a perder todo el dinero gastado o, como se hacía también en todos los estudios cinematográficos del mundo en estos casos, sustituir a Kurosawa por un director de serie B que fuera conocido por rodar rápido y barato. Ese director era Kunio Watanabe, un ferviente anticomunista (como un Robert Taylor nipón) que fabricaba películas como churros. Con el rodaje parado, Kurosawa se fue de pesca a esperar la decisión de los capos del estudio.
Como había supuesto, tras tanto dinero invertido, en la Toho no se atrevieron a archivar el proyecto, ni tampoco llegaron a confiar en Watanabe. La Toho cedió y Kurosawa reemprendió el rodaje, aunque en el estudio seguramente esperaban que el toque de atención bastaría para devolver al director a la realidad. Pero no ocurrió así. Kurosawa siguió como si nada hubiera pasado, y cuando el estudio organizó un pase para periodistas en medio del rodaje, Akira los echó a todos enfurecido.
Kurosawa era de esa clase de gente de talento que mientras trabaja parece sólo preocuparse del resultado de su obra, sin importar nada más. El pobre Yoshio Tsuchiya, que interpretaba al joven campesino Rikichi, casi se quema mientras trataba de aguantar al rodar una escena junto a un fuego que se había avivado demasiado. Kurosawa, demasiado preocupado por el resultado, o quizás por estar demasiado alejado, sólo se preocupaba de que el pobre Tsuchiya no paraba de salirse de las marcas. Al final, entre sollozos, el actor se lanzó a un estanque cercano.
Kurosawa tampoco tuvo compasión del compositor Fumio Hayasaka, habitual del director desde finales de los 40. Hayasaka estaba cada vez más enfermo de tuberculosis, pero Kurosawa no cejó en sus demandas hasta obtener la partitura que quería. Cuando Hayasaka hizo el esfuerzo de acudir a los estudios para grabar la partitura, todos, salvo Kurosawa, dejaron de fumar en deferencia a su enfermedad. Sin embargo el director no dudaba en fumar a su lado. Al final Kurosawa recompensaría los esfuerzos del compositor con un lugar destacado en los títulos de crédito, reconocimiento poco habitual en los films de la época. Hayasaka trabajaría con Kurosawa una vez más, aunque esa vez no pudo llegar a completar su obra.
Cuando por fin Kurosawa completó Los siete samuráis, había trabajado en ella casi un año. Nunca antes había empleado tanto tiempo. La película era la más larga y de las más caras de la historia del cine japonés, pero el éxito fue inmediato. Los siete samuráis fue el gran éxito del año de su estreno, y finalmente los estudios Toho no sólo recuperaron la inversión sino que lograron beneficios.
Costara lo que costara, Kurosawa lo logró de nuevo. Los siete samuráis es una maravilla, una muestra de sobria dirección de precisión quirúrgica por parte de Akira, cuyo control del ritmo y del montaje hacen de una película de más de tres horas una ligera y entretenida aventura de samuráis para todo aquél que este míninamente abierto a un film en blanco negro sobre guerreros del período Edo. Y más allá de las peleas y las batallas, Los siete samuráis es una historia de ricos y pobres, del lugar que cada persona ocupa en un mundo feudal, y de que no todo es siempre lo que parece. En la película la figura del samurái pierde el aura mística que había impregnado hasta entonces sus apariciones en el cine japonés para convertirse en un personaje dramático, como si esos ronin (los samurái sin amo) no tuvieran nada en realidad, y nada por ganar, y todo por perder. Pues parece que incluso un campesino puede tener más por lo que luchar que ellos mismos, guerreros profesionales.
Junto con la dirección de Kurosawa (que de nuevo se adelantaba con algunas técnicas a la mayoría de sus colegas) Los siete samuráis se sostiene sobre un extraordinario elenco de actores (quién sabe si el mejor que haya tenido Kurosawa) que a las órdenes de "El emperador" lograron superarse a sí mismos. De entre mis favoritos destacaría al hierático personaje de Seiyi Miyaguchi, el gran maestro Kyuzo, y por supuesto al siempre efectivo Takashi Shimura, un actor todo terreno que lidiaba con lo que le echaran. Por su parte, Toshiro Mifune dio el paso definitivo con su personaje de Kikuchiyo, el más complejo del film, y que le fue asignado a él, dicen algunas fuentes, cuando parecía haber sólo seis samuráis. Pero Kurosawa y Hashimoto necesitaban un contrapunto cómico y, en un principio, eso es lo que es Kikuchiyo. Pero el personaje irá cambiando para desvelar una vertiente más dramática, que permite a Mifune desplegar todo su talento, y todo lo que había aprendido a las órdenes de Kurosawa. Kikuchiyo fue, sin lugar a dudas, uno de los personajes definitivos de la carrera de Mifune. Con él comenzaba un espléndido período de madurez interpretativa para el actor de Tsingtao.
Aunque no hubiera hecho falta, el dato de que en Hollywood decidieran hacer un remake del film prueba la repercusión que había tenido el film. Quizás no de forma mayoritaria entre el público, pero si entre muchos profesionales que realmente apreciaban lo que aquel japonés era capaz de rodar. Los siete magníficos me parece una película deliciosa, con un gran reparto, pero debe mucho a la estupenda historia que se sacaron de la manga Kurosawa y Hashimoto. Pero evidentemente Los siete samuráis era mucho más.
50.000.000 millones de críticos pueden estar equivocados, pero vuestros ojos y vuestra alma no debieran estarlo. No hagáis caso de nada de lo que diga. Poned la película y juzgad. Si aguantáis y llega el momento en que véis a Mifune derrumbarse sobre el agua con un bebé en brazos y en esa escena no sentís nada, apagad el televisor y llamadme loco. Yo simplemente rezaré por vuestras almas.
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