por Möbius el Crononauta
del blog La cinta de Moebius
Quizás no lo sepáis, pero mientras su amigo Ishiro Honda revisaba en clave fantástica el asunto de las armas nucleares con Godzilla, Akira Kurosawa (director de la cinta que hoy os presentamos) hacía lo propio en 1955 con Vivo con miedo, la historia de un padre de familia aterrado por la idea del holocausto nuclear, hasta el punto de que construye un refugio nuclear, convencido de que el fin está próximo. Evidentemente en plena Guerra Fría todo el orbe temía una guerra nuclear, pero por motivos obvios el tema se vivía de una forma única y angustiosa en una Japón que todavía se recuperaba de la guerra. Vivo con miedo fue la respuesta de Kurosawa a esa paranoia en lo que significó su última colaboración con el maestro compositor Fumio Hayasaka. Tras el fallecimiento de éste su partitura tuvo que ser terminada por su ayudante, Masaru Sato.
Para su siguiente proyecto Kurosawa decidió llevar adelante una idea que tenía en mente desde hacía años: adaptar el Macbeth de Shakespeare. Para ello se reunió con su equipo de guionistas habitual (Shinobu Hashimoto y Hideo Oguni) más su antiguo colaborador de la posguerra, su viejo amigo Fumio Hayasaka. Como ya llevaba siendo habitual, para elaborar el guion se trasladaron todos a un balneario, donde, incomunicados, intercambiaban ideas y contrastaban opiniones hasta terminar el texto. El método a seguir era el siguiente: Kurosawa y Oguni se sentaban cada uno en un extremo de la mesa, mientras Hashimoto y Hayasaka (sustituido en películas posteriores por Ryûzô Kikushima) se sentaban uno frente a otro. Cada uno trabajaba en sus ideas, que luego se iban pasando en el sentido contrario a las agujas del reloj. Oguni era el único con poder de veto. Para no cometer el error de El idiota, Kurosawa no se llevó al balneario el texto original. El drama de Macbeth sería una mera base argumental para desarrollar su propia historia.
El resultado fue una excelente relectura del Macbeth de Shakespeare a la japonesa, y dicen que entre los entendidos los hay quienes la consideran la mejor adaptación fílmica del bardo inglés, a pesar de que las líneas del famoso libreto brillen por su ausencia. Quizás sea una exageración, la verdad no lo sé, pero de todas formas es tal el poder narrativo y visual de Trono de sangre que ciertamente es una de las mejores películas que han tocado la obra de Shakespeare. Y además ese encanto de lo occidental llevado a lo oriental es ciertamente muy atractivo, aunque ya sabéis, siempre se ha dicho que quizás la mayor cualidad de la obra shakesperiana es su universalidad.
Tal vez el Monte Fuji no fuera a Kurosawa como la proverbial montaña del Corán, pero el director fue capaz de levantar castillos y mover bosques, crear imágenes repletas de magia y demostrar que era uno de los mejores al componer un cuadro pictórico en cada escena. Los encuentros fantasmales, las cabalgadas bajo la lluvia, la nocturnidad de la traición, todo está esculpido con la cámara y la iluminación, la fotografía y esa magia que sale a veces de los platós, a modo de cincel. El principio no es vertiginoso, pero combina acción y mecánica estática en unas suntuosas secuencias oníricas y fantasmales. A mitad de film el ritmo decae (quizás demasiado, aunque recordemos que el cine clásico japonés nunca parecía tener prisa) obligado por las circunstancias de la trama, pero aunque la narración desacelere la historia lacerante que oprime al Macbeth nipón sigue su curso. La catarsis orgiástica de la película remontará con fuerza brutal a partir de la increíble escena del banquete, a partir de la cual Kurosawa nos lleva por una continua linea ascendente hasta una escena final grandiosa e inolvidable, una que bien pudiera ser de mis favoritas del cine. Los que hayáis visto la película sabéis a cual me refiero.
Además del gran pulso de Kurosawa el peso de la película recae sobre la pareja de los Macbeth, compuesta por, cómo no, el actor fetiche del director, el gran Toshiro Mifune, quien una vez más demuestra por qué debe ser considerado un grande. Su colega femenina no queda atrás, ya que Isuzu Yamada encarna a una Lady Macbeth terrorífica y fatal, y su logro no debería ser desdeñado para nada, pues ella lo tenía mucho más difícil que Mifune o cualquier otro intérprete del reparto. Yamada tenía que mostrar, durante gran parte del film, lo que pasaba por su mente permaneciendo inexpresiva, dando vida a una gélida arpía con un inexpresivo rostro de Noh que sin embargo debía dejarnos traslucir lo que arde y se consume en su interior.
Sin ser tan redonda como otras de sus grandes obras, Trono de sangre es una producción visualmente estimulante, prácticamente perfecta, a pesar de un ritmo más puramente japonés que la hace menos ligera que Los siete samuráis, por ejemplo, que casi duraba el doble. De todas formas el film contiene escenas inolvidables, entre las que destaca obviamente ese grandioso final que la mayoría de espectadores nunca olvida. No entraré detalles. Pero recuerdo que siendo todavía un criajo, sin saber quién era Kurosawa, vi en alguna parte, en algún reportaje televisivo, esa escena de un Mifune acosado, y desde luego se me quedó grabada en la cabeza.
Y, sí, gran parte de los materiales usados en esa escena vibrante era totalmente reales.
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