ZEPPELIN ROCK: Crítica de la película "Uno, dos, tres" (Billy Wilder, 1961): Review

lunes, 16 de julio de 2018

Crítica de la película "Uno, dos, tres" (Billy Wilder, 1961): Review


por Möbius el Crononauta



Some of the East German police were rude and suspicious. Others were suspicious and rude.

"No es que fuera muy divertida, pero sí lo era la rapidez". Seguramente el mundo nunca mostrará la suficiente gratitud a los dioses por haber unido a I.A.L Diamond y Billy Wilder para disfrute de varias generaciones de cinéfilos, pero no importa, los que sabemos donde está el buen chocolate no dejaremos de inyectarnos esas calorías en vena.




Aunque más divertida de lo que insinuaba el propio Wilder en esa frase, Uno, dos, tres se basó precisamente en esa premisa: en hacer la comedia más rápida de su tiempo. Fue una pequeña cana al aire para un maestro relojero del humor como era el pequeño austríaco. Uno, dos, tres no sería una cuidada defensa de Karpov, sino un alocado trote de Usain Bolt. Él y Diamond se propusieron rodar una comedia que no diera descanso al espectador, sin respetar pausas para risas, ni medios tiempos, ni nada. Era como si realmente se propusieran batir algún tipo de récord. Precisamente por ello quizás la comedia se resintiera un poco, y no estemos hablando de Con faldas y a lo loco. Y aun así, el film está lleno de frases antológicas y grandes momentos, dignos de esa pareja de genios que fueron Diamond y Wilder.




Viendo Uno, dos, tres y tratando de lo que trata (Guerra Fría, Berlín dividido, Coca-Cola) no es descabellado decir que el film es la mejor prueba del nivel de asimilación del inmigrante Wilder en los Estados Unidos. Evidentemente, el austríaco abrazó a su país de acogida con gran entusiasmo, se nacionalizó y demás, y pocos artistas extranjeros de habla no inglesa triunfaron tanto y tan bien en la Tierra Prometida. Uno, dos, tres parece dirigida por cualquier yanqui de pura cepa, aunque algunos pequeños detalles de connoisseur germano le delatan. No hay que ir muy lejos geográficamente para adivinar el famoso "toque Lubistch" en los incesantes taconazos que realizan los súbditos alemanes que trabajan en la Coca-Cola cuando reciben una orden. Y es que Wilder no podía dejar pasar los gags que tuvieran como objetivo a aquellos alemanes que ni sabían ni habían hecho "nada".




Uno, dos, tres tiene una primera hora impresionante, muchas frases atómicas y pequeños detalles aquí y allá, homenajes encubiertos, y un ritmo endiablado. Pestañea unos segundos y te habrás perdido un diálogo memorable y dos o tres escenas divertidas. Engulle unas cuantas palomitas y habrá pasado media película. No cabe duda de que Wilder y Diamond se preocuparon de elaborar un guión que prendiera como una mecha, y a la hora de dirigirlo el pequeño Billy se encargó de que la llama fuera más y más deprisa hasta un final que, según dicen, fue un guiño a ciertas protestas de Joan Crawford que llegaron a oídos del director.




Wilder se rodeó de divertidos actores locales y bilingües y de jóvenes promesas, pero la trama, y toda la película, giraba alrededor y dependía de una sola persona: James Cagney. De vez en cuando puedo leer acá y acullá que Cagney de actor tenía poco. Bueno, no sé qué entenderán algunos por ser un buen actor. Sí, seguro que los hubo, los hay y los habrá mejores. Pero Cagney no sólo era una de las mayores estrellas de su tiempo, sino que además era de los más respetados por sus propios compañeros. Recordad que en el viejo cosmos de Hollywood las estrellas no sólo se hacían de grandes interpretaciones. Pero quien no haya nacido para poder ver el brillante polvo estelar con sus ojos desnudos nunca podrá entender a alguien como Cagney. Un actor como él estaba, simplemente, fabricado con el mismo material del que se tejen los sueños.




James Cagney era el hombre idóneo para escupir todas las frases ideadas por Wilder y Diamond, ametrallando el guion como sus viejos personajes de gángster. Sus tablas le permitieron ser el catalizador del paroxístico ritmo de la película, y salió triunfador del trance, aunque no indemne. Para regalarnos su estupendo personaje de directivo mandón de la Coca-Cola con pocos escrúpulos y muchos trucos en la manga, Cagney sufrió lo suyo. Según afirmaría posteriormente, nunca antes había odiado tanto a un compañero de rodaje como odió a Horst Buchholz, un joven alemán aspirante a estrella que había tenido su trampolín en Los siete magníficos. Durante todo el rodaje Cagney no cesó de quejarse a Wilder de la actitud de Buchholz, quien, según la vieja estrella, no paraba de emplear sucios trucos para robarle las escenas. Y es que por desgracia para Cagney el ambicioso Buchholz venía de una batalla de robaescenas que se había librado durante el rodaje del famoso western, y en el que seguro había aprendido mucho del Gran Maestre del Arte de Robar Escenas, es decir, de Steve McQueen. Ya fuera que Wilder se dedicara a ser condescendiente con Cagney, o que se mostrara incapaz de contener a Buchholz, o simplemente todo estuviera en la imaginación de la vieja estrella, lo cierto es que Cagney se volvía loco cada vez que tenía que rodar con la estrella berlinesa. Jimmy también tuvo lo suyo con Wilder, y dicen que en cierta escena el austríaco le hizo repetir a Cagney 50 tomas hasta dar su aprobación, lo cual era como escupir en la cara a una antigua estrella del Hollywood Dorado, donde seguramente tenían un límite para tomas en el contrato. Aunque no fue la única razón, el traumático rodaje de Uno, dos, tres llevó a Cagney a retirarse del cine durante veinte largos años.




Considerando lo mal que lo pasaron muchas estrellas coetáneas de Cagney en los siguientes años, seguramente el actor tomara la decisión correcta, quién sabe. Pero lo cierto es que el, para él, penoso rodaje, fue una bendición para todos nosotros, porque el ejecutivo C.R. MacNamara (¿casualidad que el Secretario de Defensa de entonces se apellidara igual?) se convertiría en uno de sus personajes más icónicos. Otros actores (como Walter Matthau) bordaron personajes parecidos para Wilder, pero no tenían ese aspecto de bulldog enrabietado que tenía Cagney, y que tanto enriquecía el papel. Seguramente Matthau fuera mejor actor, pero el amigo Jimmy tenía ese particular carisma de viejo gángster que se las sabe todas.




En fin, Billy Wilder en plena forma, con su mejor adlátere, I.A.L. Diamond, al lado. No creo que haya que decir mucho más. Y un muro levantado de la noche a la mañana en el set de rodaje en exteriores, en ese lugar llamado Berlín. Era como si la vida real le devolviera el gag a Wilder.

Resumiendo, gran film con ritmo endiablado. Ya sabéis, es lo que tenemos los cinéfilos irritantes: cuando pensamos en velocidad a todo tren no pensamos en Dominic Toretto, sino en Uno, dos, tres.


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