¡Más madera!
SINTIÉNDOSE de nuevo inspiradísimo, el escritor se dirige a la papelería para comprar un paquete de folios e iniciar de inmediato su nueva novela. Compra uno de 500 para empezar. Al llegar a casa pone el paquete sobre su mesa-escritorio, lo abre y comprueba que los folios son de color negro. Lo coge y acude rápidamente a la papelería. Imposible devolverle el dinero, imposible cambiarle ese paquete por otro con folios en blanco. El que se llevó ya está abierto (¡craso error!). Debería haber leído la letra pequeña donde bien claro ponía "folios negros". Suya es la culpa y de nadie más. Y el pobre escritor, que pobre es, y tacaño, o ahorrador nato, virtud aprendida de su madre (y esta de la suya), de la cual heredó el hábito, ese de no soltar duros a lo tonto y sacarle el estambre a lo comprado, vuelve a casa con sus paquete de folios negros bajo el brazo, pensativo, eso sí, preocupado, mientras su mano en el bolsillo da vueltas a las llaves de casa de manera inconsciente. Tales pensamientos lo van envolviendo en una especie de inquietud manifiesta a modo de aura maligna, dañina, una especie de halo pérfido de nerviosismo, al principio leve, que, por qué no decirlo, va trocando en miedo. Se sienta ante la mesa con uno de esos folios negros ante sus ojos. Escribe alguna frase balbuciente, pero sobre esa negra superficie la tinta del bolígrafo apenas se aprecia y bolígrafos de tinta blanca no hay, ni por Internet encuentra. Es entonces cuando no el miedo, sino el puro terror al folio en negro se apodera de él. Ya la inspiración se subió al cielo, lo empiezan a habitar fantasmas de otro tiempo, mientras el folio en negro, sobre la mesa, espera ser cubierto de palabras, de personajes, de sueños, de diálogos, de recuerdos, de mundos. El folio en negro parece vencedor desde su soledad, imponiendo su pavor, denso, sólido, brutal, al escritor. El escritor, pleno de ansiedad, de un pánico insólito no vivido con anterioridad, ha de acudir al médico, acompañado de su viuda madre, para dar saludable solución a esta desdicha inédita. Ya en plena consulta, el doctor no da crédito a lo que está escuchando. La receta en este caso es bien clara: un paquete de folios en blanco que él mismo (el médico) pagará de su bolsillo; tal es su liberalidad, su dadivoso altruismo. Sonriente, el escritor sale de la consulta para dirigirse a la papelería más cercana, sin saber, acaso, que un nuevo miedo le espera en el interior de ese nuevo paquete de folios blancos. Los folios en negro los guarda religiosamente en un baúl de su abuela bajo siete llaves, tras lo cual coloca un folio en blanco sobre su mesa-escritorio, tan blanco como su propia mente en ese mismo momento.
ÁCS
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