ZEPPELIN ROCK: Crítica de la película "Puro Vicio" (Paul Thomas Anderson, 2014)

domingo, 4 de octubre de 2015

Crítica de la película "Puro Vicio" (Paul Thomas Anderson, 2014)


por MrSambo (@Mrsambo92)
del blog CINEMELODIC



Alguno ya relacionamos a Paul Thomas Anderson con Thomas Pynchon, dos absolutos talentos en lo suyo, tras ver el sensacional prólogo de “Magnolia” (1999) y el discurso metalingüístico que contenía.

Thomas Pynchon, otro de esos autores que deberían ganar el Nobel, pero que aquí son escandalosamente desconocidos, es uno de los mejores escritores de nuestro tiempo, además de ser un personaje peculiar del cual cuesta encontrar una foto. Los seguidores de “Los Simpson” quizá recuerden un personaje que ha aparecido en algún episodio con una bolsa en la cabeza, ocultando su rostro. Es Pynchon. Una parodia de esa anónima característica.




Paul Thomas Anderson, por su parte, es uno de los mejores realizadores de la actualidad, un espíritu libre que ha sido comparado con Scorsese o Tarantino, pero que ha logrado un discurso y estilo propio, absolutamente personal y ajeno a modas, tendencias o comercialidades. Un director que hace lo que le da la gana, valiente, atrevido, extravagante, desconcertante y siempre brillante e interesante.

Lo que plantean Pynchon y Thomas Anderson, que adapta él mismo la novela, es una perversión surrealista y delirante del relato negro clásico, lo que ha llevado a algunos a comparar a su protagonista, “Doc” Sportello (Joaquin Phoenix), con “El Nota” de “El gran Lebowski” (Hermanos Coen, 1998). Unas referencias a “Lebowski” que resultan algo simplistas, sin que sean incorrectas, ya que nuestro detective, teniendo sus parecidos en la actitud anestesiada, pasota y humorística, entroncaría también con la tradición del detective clásico. Además, la narración tiene voluntad surrealista, de viaje en ácido, alucinado, lisérgico, dentro de esa investigación detectivesca.




La primera escena es sencillamente excepcional, una conversación entre nuestro protagonista y la mujer fatal de la historia, Shasta (Katherine Waterston), dirigida de una manera magistral, con la habitual brillantez en la puesta en escena del director. Planos y contraplanos estrictos desde distintas posiciones, planos largos, ella situada de forma preeminente en los encuadres y planteando el inicio de la trama, sugiriendo la relación de ambos personajes y definiendo una atmósfera y tono perfectos. Una escena de puro cine negro clásico, pasado por el filtro setentero hippie.

Anderson recurre a una narradora, una voz over de un personaje que, aunque perteneciente al relato, no está presente en la mayor parte del mismo. Es una especie de confidente de “Doc”, me atrevería a decir que imaginada.




Los rasgos de estilo del director se mantienen vigentes y lucen en cada escena de la película. Planos secuencia, planos larguísimos, unas veces con algún travelling (como el que sigue a “Doc” y Shasta en la primera escena una vez salen de la casa del primero), o con planos sostenidos sobre los personajes conversando, en demostración de pura sobriedad y seguridad narrativa.

Esos planos sostenidos en conversaciones descubren otro rasgo estilístico que podréis observar en múltiples ocasiones a lo largo de la película. El sutil acercamiento de la cámara hacia los dialogantes, cerrando el plano, unas veces dejando a alguno de ellos fuera del encuadre y otras acompañándoles en su intimidad. Ese acercamiento suele ser muy pausado, casi imperceptible para el espectador medio, pero va a depender de lo que dure la conversación.




Además el director usará una cámara sutilmente inestable en muchos de sus encuadres, lo que acentúa el carácter psicodélico de la narración y de los propios personajes.

Anderson busca la fidelidad con la novela de Pynchon desde su esencia, tono y concepción, filtrando la psicodelia y el colocón de LSD en su narración detectivesca de una manera completamente natural, afianzando el punto de vista de su protagonista y retratando el espíritu de una época de esa forma tan brillante.

Así son muchos los momentos donde en pantalla aparecen comportamientos excéntricos, estrafalarios, ilógicos, extravagantes, surrealistas o irreales, lo que resalta el punto de vista subjetivo tanto del protagonista como de una época bañada en ácido.




Y lo cierto es que teniendo en cuenta que Thomas Pynchon es casi imposible de adaptar, la experiencia no es en absoluto despreciable. De hecho, parece ser que al propio Pynchon le ha gustado el trabajo de Anderson con su obra.

La confusa trama, tradición clásica en el Noir, es una tela de araña casi incomprensible de conexiones entre personajes, que son multitud, algo característico en Thomas Anderson. Al entregarse al verbo de Pynchon, a sus personajes y delirios verbales, sus psicodélicos excesos de verborrea, la película parece perder foco con respecto a la trama, que aparece diluida, algo enterrada, en segundo término. Unas digresiones verbales que plantean ciertos problemas de ritmo en la película, aunque parece darle igual a Anderson, fascinado con el texto de Pynchon.

Quizá el tono desconcierte al espectador, esa mezcla de irrealidad y psicodelia filtrada le lleve a pensar en cierta indefinición.




Eso sí, los personajes resultan realmente interesantes, completamente desfasados, y muchos de los diálogos son hilarante y francamente brillantes. Debo destacar las bromas gays hacia el personaje que interpreta Josh Brolin, “BigFoot”, y esos helados y plátanos que come, chupa y lame compulsivamente.

Son numerosas las referencias culturales y religiosas. En las últimas se pretende la perversión, ese filtro psicodélico que rezuma toda la película. Observen los homenajes y referencias a la Torre de Babel o “La última cena”. Por supuesto, como en toda trama negra que se precie, habrá mucho sexo. A destacar la erótica escena entre “Doc” y Shasta.

A pesar de estas transgresiones y perversiones del relato clásico negro, la película conserva su esencia, entroncando con clásicos como “Chinatown” (Roman Polanski, 1974), “Adiós muñeca” (Dick Richards, 1975), “El sueño eterno” (Howard Hawks, 1946)… e incluso visiones actualizadas como “Un largo adiós” (1973) de Robert Altman. Mucho Hammett y Chandler.




Anderson no renuncia a muchos de sus temas, como la naturaleza de la realidad, en esa visión tergiversada de la misma plasmada desde el punto de vista de una época y sus personajes; la irrealidad filtrada; los conflictos paterno-filiales… sirviéndose de las ideas e historias pynchonianas.

La estética, desde la fotografía al vestuario y los decorados, puramente setentera, es extraordinaria, uno de los elementos más conseguidos de la cinta, que logra no sólo que nos transportemos a aquella época, sino que la sintamos.



Una película confusa, extraña, aparentemente deslavazada, con un juego de relaciones entre personajes tan surrealista como fascinante, de narrativa digresiva y poco cohesionada, repleta de personajes gratuitos que vienen y van, pero que lejos de resultar frívola esconde un poso nostálgico y profundo de fondo con la pérdida de la inocencia de una nación tras Vietnam. Un tono nostálgico que también rezuma el personaje protagonista y que lo acompaña hasta la conclusión.

Un ejemplo de esa calidad y enjundia que se presenta disimulada, la tenemos en la escena de Doc y Shasta protegiéndose de la lluvia, agarrándose a un momento y un tiempo que va desvaneciéndose, ya saben, como lágrimas en la lluvia, pero perdurable en la memoria.

No es para todos los públicos, pero merece la pena.

Jorge García

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