ZEPPELIN ROCK: Microrrelatos - Cosas en los bolsillos (36): Campanita

domingo, 20 de julio de 2014

Microrrelatos - Cosas en los bolsillos (36): Campanita



Campanita


El sacristán de mi pueblo, que es ya un venerable ancianito, se acuesta muy temprano pues es seguidor acérrimo de cándidos refranes que fueron puliendo su personalidad junto al catolicismo. Él es así, como cada uno es como es o le han dicho. El sacristán se llama Joaquín, Joaquín Strogoff Marcos, y usa boina, y su rostro es floridamente encarnado y ancho. El sacristán, desde hace unas semanas, a las siete de la mañana, toca incansable la pequeña campanita de la antigua ermita del pueblo, que durante décadas andaba callada. La campana es del tamaño de una esquila grande, pero diminuta para ser campana. Y no es muy ruidosa en verdad. Pero cuando el pueblo duerme un domingo por la mañana, aunque su sonido sea semejante al de una campanilla de aquellas viejas tiendas de ultramarinos y abacerías que tintineaban al abrir la puerta, al menos en el barrio truena con un cascabeleo cansino que termina por despertar plácidamente a toda la vecindad. La vecindad es comprensiva, católica en su mayor parte también, y buena por regla general. 

Ramón el Grescas, un grandullón jeviata de 35 años, no es como sus vecinos, o al menos no lo es en apariencia. Y no lo es porque sea un roquero empedernido como pueda opinarse desafortunadamente, sino porque no le entra en la sesera al muchacho, como persona íntegra e independiente, más allá de ideologías y gustos aledaños, que alguien a quien él no ha molestado todavía le despierte en esas horas en que él intenta acunar su resaca en brazos de Morfeo. Él llegó anoche a las cuatro o las cinco de la mañana, pero con el silenciador puesto en el reproductor del coche. No, no es un mal muchacho en el fondo, como veis. 

El sacristán de mi pueblo, que era un buen hombre, con la pequeña campana de la ermita de mi pueblo embutida en la frente y con los ojos desorbitados como de oveja descarnada no parecía el mismo de siempre, pero su rostro no había perdido esa color bermejo y grana que siempre le caracterizó como a un bendito.

©Ángel Carrasco Sotos

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