Cohetes anales (cuento cruelmente moral)
DESDE pequeño, Andresito (un niño nacido, casualmente, en un pueblo de la Mancha de-cuyo-nombre-no-quiero-acordarme) fue aficionado a los petardos y a las carretillas. Era algo que le fascinaba, hasta el punto de no desaprovechar ocasión para llenar de ruido todo lugar por donde transitaba. En la escuela, mientras otros chicos portaban en los bolsillos golosinas o cromos, él los llevaba repletos de explosivos de la más variopinta especie. De mozo no cambió sus hábitos, y en las fiestas de cumpleaños de amigos o cuando la ocasión lo requería (que para él era casi siempre), Andresito lanzaba cohetes al aire o encendía un puñado de petardos y los hacía explotar acá o acullá para animar la reunión. Es así como vino a cobrar el sobrenombre de “el Petardo” (y no, curiosamente, el de “el Pirotécnico”; en fin).
En las procesiones de su pueblo, con indiferencia de la festividad que se celebrase, Andresito (nunca llegó a ser Andrés) era el encargado de tirar los cohetes; en las bodas o despedidas de soltero, se ocupaba de colocar y prender las tracas; cuando ganaba su equipo de fútbol, sacaba al balcón de su casa todo un arsenal y apedreaba el cielo (y los oídos de la vecindad) con ruidosos cohetes; también cuando ganaba el equipo contrario. Todo valía. ¡Qué cabrón el Andresito!
Pero se dio el caso de que lo que en principio parecía afición graciosa, propia de un niño algo díscolo, y dado que tal hábito había sufrido un paulatino y progresivo incremento cuando su edad avanzaba (en dirección contraria a lo que en su pueblo se denominaba “entendimiento”), un grupo de intelectuales manifiestamente cabreados (y debidamente encapuchados) secuestró una noche a Andresito. Este los amenazó con un cohete en una mano y un mechero en la otra. Fue reducido, no obstante. Lo desnudaron, lo vistieron de astronauta (nadie sabe por qué), le metieron un cilindro de dinamita coronado por una especie de cucurucho achatado en el orificio anal, lo ataron así a un palo erigido en la plaza principal a modo de picota y, ante un numeroso público (todo el pueblo, según la gacetilla local), que había acudido a presenciar tal evento no consuetudinario, hicieron lo que (pensaron) tendrían que haber ejecutado hacía mucho tiempo. Esa noche todos durmieron como lirones, y desde entonces el pueblo fue más feliz. También lo sería Andresito seguramente, ahora dueño del silencio, pero impulsado por un cohete presto, quizá, a estallar.
Pero se dio el caso de que lo que en principio parecía afición graciosa, propia de un niño algo díscolo, y dado que tal hábito había sufrido un paulatino y progresivo incremento cuando su edad avanzaba (en dirección contraria a lo que en su pueblo se denominaba “entendimiento”), un grupo de intelectuales manifiestamente cabreados (y debidamente encapuchados) secuestró una noche a Andresito. Este los amenazó con un cohete en una mano y un mechero en la otra. Fue reducido, no obstante. Lo desnudaron, lo vistieron de astronauta (nadie sabe por qué), le metieron un cilindro de dinamita coronado por una especie de cucurucho achatado en el orificio anal, lo ataron así a un palo erigido en la plaza principal a modo de picota y, ante un numeroso público (todo el pueblo, según la gacetilla local), que había acudido a presenciar tal evento no consuetudinario, hicieron lo que (pensaron) tendrían que haber ejecutado hacía mucho tiempo. Esa noche todos durmieron como lirones, y desde entonces el pueblo fue más feliz. También lo sería Andresito seguramente, ahora dueño del silencio, pero impulsado por un cohete presto, quizá, a estallar.
©ÁCS
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