Atengámonos a lo concreto y a lo vacío, proscribamos todo lo que se sitúa entre los dos: "cultura", "civilización", "progreso", rumiemos la mejor fórmula que se ha encontrado en este mundo: el trabajo manual en un convento... No hay verdad más que en el derroche físico y en la contemplación; el resto es accidental, inútil, malsano.
La salud consiste en el ejercicio y en la vacuidad, en los músculos y en la meditación; en ningún caso en el pensamiento. Meditar es absorberse en una idea y perderse en ella, en tanto que pensar es saltar de una idea a otra, complacerse en la cantidad, almacenar naderías, perseguir concepto tras concepto, meta tras meta. Meditar y pensar son dos actividades divergentes, léase incompatibles.
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La dicha no está en el deseo, sino en la ausencia de deseo, más exactamente en el entusiasmo por esa ausencia, en la cual quisiera uno revolcarse, abismarse, desaparecer, exclamar...
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En cuanto se deja de desear, se convierte uno en ciudadano de todos los mundos y de ninguno; se es de aquí por el deseo; una vez superado el deseo, no se es ya de ninguna parte y ya no se tiene nada que envidiar a un santo o a un espectro.
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Por desdicha, no podemos exterminar nuestros deseos; podemos solamente debilitarlos, comprometerlos. Estamos acorralados en el yo, en el veneno del "yo".
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Todo lo que se cree haber ahogado vuelve a salir a la superficie tras un cierto tiempo: defectos, vicios y obsesiones.
ZR
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